El monstruo de nadie

|Por Micaela Ceretti

“Hay que venerarlo, es un mártir”. Esas son las palabras que se escucharon al trasladar al femicida Pablo Laurta, que asesinó a Luna Giardina y a su madre, Mariel Zamudio, en las sierras de Córdoba, y secuestró al hijo de ambos. ¿A quién le da este mensaje el fundador de Varones Unidos? ¿A qué se refiere con “mártires femicidas”? 

En un tiempo donde la cifra de femicidios en nuestro país es alarmante, la escalada de violencia ocurre en un marco de retiro total del Estado nacional en materia de prevención, abordaje y erradicación de la violencia de género.

​En los últimos meses, se produjo un reguero de femicidios a lo largo y ancho del país, con características diversas, pero un punto en común: el odio. Como venimos señalando las feministas hace años -pero que parece fundamental volver a explicar-, el machismo mata. Las cifras hablan de un genocidio a cuentagotas: 126 femicidios en lo que va del año, y un entramado social que se va rompiendo poco a poco.

​Pero hoy existe un elemento nuevo, hay un condimento que cambió o, por lo menos, pasó de un estado argumental verbal a una praxis concreta. Un activista antifeminista mató. Pablo Laurta no es sólo un violento y misógino; es, además, un militante antifeminista. Alguien que encuentra legitimación y regocijo en los discursos del presidente de la Nación, Javier Milei.

​Cuando en el 2015, en una explosión popular, gritamos “NI UNA MENOS”, entre los pedidos se encontraba la efectivización de políticas públicas que nos protejan, y marcar un límite de qué se puede decir y hacer por parte del Estado en materia de violencia de género. Hoy nos encontramos con un gobierno que tiene por bandera desacreditar a las mujeres y al colectivo LGTBIQ+, y la violencia ejercida sobre elles, así como también borrar el concepto femicidio del ámbito jurídico, entre otras. Con esta reflexión no se pretende sacar responsabilidad a los femicidas, pero resulta necesario ubicar la responsabilidad política que les cabe a quienes, desde el poder público, son violentos y abiertamente misóginos. Podríamos decir que, al calor de esos discursos y omisión por parte del Estado, se vislumbra un sujeto político y social abiertamente antifeminista. Se conjuga un escenario perfecto para la consolidación de ideas y prácticas sociales violentas hacia las mujeres y diversidades. 

Pareciera que este sujeto antifeminista está presente en las filas de aquellos a los que les parece sensato vender el país. Son aquellos que ni siquiera patalean cuando un mandatario extranjero nos dice que “somos un país sin importancia”; o los mismos que no demuestran ni un centímetro de indignación o rechazo por el hambre de viejos y chicos, por el desfinanciamiento de políticas públicas para personas discapacitadas o que piensan que son mártires aquellos que matan mujeres.

​La pregunta sustancial es: ¿dónde están los varones que no son antifeministas? Aquellos que caracterizan al gobierno de Milei como un saqueo permanente a nuestra patria; aquellos que incluso se sensibilizan frente a un caso de femicidio, ¿dónde están? ¿Qué hacen para evitar la violencia y el crecimiento del fascismo dentro de su propio género? Existe una resistencia social  al empujar a estos tipos a la figura de monstruos, un horror lejano que no nos toca, no lo vemos y no interpelamos. El monstruo que se creó, escondido, no es de nadie, y lo paradójico es que es de todes.

Las mujeres y el colectivo LGTBIQ+ venimos desde hace muchos años pensando, militando, creando redes de prevención, contención, abordajes, exigiendo políticas públicas y tratando de entender el entramado cultural que sostiene la violencia. En todo este torbellino de iniciativa e impulso por cambiar el mundo donde vivimos falta un actor fundamental: los varones. Al principio del estallido de visibilizar la violencia de género muchos sectores usaban la sensibilización para lograr un acercamiento: “puede ser tu hija, madre, hermana, amiga, etc”. Pero pensemos en términos de posicionamientos políticos por fuera de las cuestiones de género: ¿qué piensan en materia económica, política y soberanía los integrantes de “Varones Unidos”? ¿Qué van a hacer los varones militantes del campo nacional y popular frente a un militante libertario que pasó a la ejecución física de la violencia hasta la muerte? ¿Sólo las mujeres y el colectivo LGTBIQ+ vamos a salir a combatir esas formas de organización de entrega, crueldad y odio?

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En el transcurso de los últimos días se destacan dos noticias: la primera, el hallazgo del cuerpo de Azul, una mujer trans desaparecida en Neuquén, que se suma a la lista diaria de asesinadas. Y el segundo, el caso de un adolescente de la ciudad de Córdoba que, en una fiesta de disfraces de fin de curso, se disfrazó de “mujer violada” y fue festejado por su grupo de compañeros de escuela. Es innegable que estamos viviendo un momento donde el huevo de la serpiente ya nació; la violencia es transmitida de arriba hacia abajo. Este tiempo histórico necesita de varones comprometidos con la erradicación de la violencia de género, pero no como un hecho de “empatía” o “amor” hacia una persona de identidad feminizada de su entorno, sino desde el convencimiento político e ideológico.

​La violencia y la crueldad es lo que la derecha tiene para ofrecer a nuestra sociedad, y con esto no niego que la violencia es transversal a todos los espacios políticos, pero lo de Pablo Laurta es expresión de esa organicidad naciente; es un salto en la naturalización de la violencia de género en los marcos institucionales, en la representación popular. Hoy en nuestro país hay un sector político que propone y difunde una militancia abiertamente antifeminista y misógina, y lo que está en discusión es si las feministas “nos pasamos tres pueblos”. Nos encontramos en un camino de naturalización de la participación de estos sectores en el sistema democrático, se les da espacio en paneles, en el aire de los medios de comunicación, amplificando sus mensajes violentos y normalizando que odiar a las mujeres y diversidades es “pensar distinto”.  

​Es necesario recordar aquel 1° de febrero de 2025 en Davos, donde el presidente Javier Milei nos marcó, nos estigmatizó, nos puso en la vidriera del odio, y la respuesta fue masiva y popular. Quizás no exista momento más claro que este para los varones para ver dónde está el punto de partida para una vida, militancia y activismo que contemple las cuestiones de género. Basta con ver quiénes odian a las feministas. El mismo que nos odia a nosotres le hace la vida más miserable a los jubilados, a las infancias, a las personas con discapacidad; destruye la industria nacional, las universidades, los sistemas de salud y científicos. 

Es momento de que los varones asuman la responsabilidad y, en una primera instancia, no ponerse a la defensiva, y abrir el oído a lo que pasa. No mirar hacia otro lado, comunicarse con otros varones. Es imposible pensar un país con justicia social que no contemple el flagelo de la violencia por motivos de género en todos sus tipos y modalidades como una instancia naturalizada que la mitad de la población tiene que soportar hasta, en muchos casos, llevarla a la muerte.  

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¿Cuál va a ser la contracara de la derecha facista que organiza la violencia? Es momento de entender y vincular la motivación política que tuvo Pablo Laurta para cometer el doble femicidio, ese caldo de cultivo de violencias hoy fogueadas y avaladas por actores institucionales y políticos. “Si lo que haces es generar una idea de empoderada y sos capaz de pisotear a cualquiera, lo que termina pasando es que te viene en contra” , dijo la Ministra Nacional de Seguridad,  Patricia Bullrich, mientras nueve mujeres fueron asesinadas en las dos últimas semanas. 

Es preciso que tomemos dimensión de lo que ocurre con mayor amplitud: existe hoy una habilitación expresa a la violencia en un sector del poder público, con la peligrosidad que conlleva la asimetría con la que cuenta el Estado. Es momento de no relativizar el impacto social de los discursos antifeministas en las prácticas cotidianas de muchos. Y esa es una tarea de todes.