Cromañón, juventud rebelde: 20 años, una historia

Recuperamos un escrito de Luis Santana: laburante de prensa, vecino de Monte Chingolo, admirador de Emiliano Zapata, de la Revolución Cubana y de Darío Santillán. Luis es uno de los 194 pibes y pibas que perdieron su vida la noche del 30 de diciembre de 2004 en Cromañón. 

Por Pablo Solana

Son centenares las notas, entrevistas y testimonios sobre quienes perdieron la vida en Cromañón –y sobre quienes sobrevivieron. En la mayoría de los casos se trata de abordajes respetuosos, valorativos. En otros, como en la serie de Prime Video, se roza la caricatura a la hora de representar a la juventud rockera de dos décadas atrás. Sin embargo, fue una imagen de esa serie la que me despertó el recuerdo de Luis Santana. Allí, Malena, sobreviviente, vuelve a la habitación de Lucas, muerto en el boliche; en el cuarto del pibe se ve, entre varios afiches, el dibujo que muestra a Darío Santillán asistiendo a Maximiliano Kosteki, una escena que inmortalizó Flor Vespignani con su trazo firme y su sensibilidad.

Fotograma de la serie de Prime Video y dibujo “Mano con Mano”, de Florencia Vespignani.

El incendio de Cromañón sucedió dos años y medio después de la Masacre de Avellaneda, por lo que es probable que, entre los símbolos y banderas que reivindicaba aquella juventud suburbana – no militante pero rebelde a su modo– estuviera el de aquellos otros pibes rebeldes que habían desafiado a la represión luchando por un mundo mejor. Sin embargo, ese vínculo no suele ser destacado entre las historias de vida de los pibes y pibas que murieron en Cromañón. Salvo en el caso de Luis Santana, el autor de las líneas que presentamos más abajo. 

Supe de él pocos días después de su muerte. Leo Santillán lo había conocido en el barrio La Fe y nos acercó el escrito de Luis que tanto nos impactó. 

El texto habla por sí solo: toda esta introducción corre el riesgo de estar de más. Mencionemos apenas algunos datos biográficos para completar el contexto que potencia la historia: Luis Alberto Santana –tal su nombre completo– había nacido el 25 de junio de 1974: acababa de cumplir años justo el día anterior de la Masacre del Puente Pueyrredón. Era hincha y socio de Boca. Estudiaba en el Joaquín V. González para ser profesor de historia, le faltaban solo dos materias para recibirse. Tenía un hijo, al que había bautizado Fidel. Fue uno de los dos trabajadores de prensa que murieron en el incendio: él, redactor de las placas rojas de Crónica TV, y Jacqueline Santillán, periodista de la FM Class de 3 de Febrero. Otra periodista estuvo allí: Carla era movilera de Crónica, llevaba algún tiempo saliendo con Luis. Cuenta la leyenda –un bombero le contó a la madre de Luis, y la versión se hizo leyenda– que Carla salvó su vida porque él entró a buscarla, al ver que no había podido salir por su cuenta; estuvo 20 días internada, 16 en terapia intensiva, en el Hospital Fiorito, y sobrevivió. Luis, en cambio, no salió con vida de Cromañón porque –dice esa versión– volvió a entrar. 

Es cierto, no es leyenda, que eso fue lo que hicieron muchos para intentar salvar a todos los que pudieran. Pocas veces la expresión cobra tan fuerte sentido literal: al igual que Darío, tantos otros pibes y pibas aquella madrugada dieron su vida por los demás

Aunque no cambia el sentido de la historia, es justo mencionar que Carla mantiene otro recuerdo. Escribió en una carta a Luis que difundió algún tiempo después: “Algunos dijeron que moriste como un héroe, rescatándome a mí primero, entrando a salvar a más gente hasta que no pudiste salvarte vos. Eso no fue así: el maldito humo no nos dio tiempo a nada y te desmayaste en mis brazos y te apreté tan fuerte como pude, hasta que también me desmayé. No tuvimos tiempo de nada, ni de encontrar la salida en medio de tanta oscuridad, ni de despedirnos. Nunca nos dimos cuenta de que era la última vez que nos íbamos a abrazar”. Las dos versiones “humanizan”: dialéctica del mito y la vida real.

Luis tenía organizados sus escritos en dos volúmenes, como si pensara editarlos. “Vivía escribiendo y estudiando. Leía siempre. A veces venía y se ponía a contarme de Perón, de Evita. Él se sabía todo”, le contó Nélida, su madre, a la periodista Sabrina Díaz Virzi.

Los relatos de Luis se mantienen inéditos. Éste es el fragmento que publicamos el 31 de enero de 2005, al mes de Cromañón, en Prensa De Frente, el portal de noticias que habíamos creado en aquellos años de movilizaciones y piquetes, pionero entre los sitios online que buscaban dar cuenta de las luchas que se extendían por todo el país tras la rebelión popular de 2001. “De Luis Santana a Darío Santillán: una juventud que predica la solidaridad poniendo el cuerpo”, titulamos en aquel entonces la publicación, que ya no está en la web. El texto original está fechado en agosto de 2003: 15 meses después de la Masacre de Avellaneda, 15 meses antes de su propia muerte en Cromañón.

Si de este modo escribió Luis sobre Darío y sobre “los más de 30 seres humanos que dejaron su vida el 20 de diciembre” de 2001, imaginemos lo que hubiera escrito, con qué sensibilidad se hubiera referido a quienes padecieron el “infierno” aquella noche junto a él. 

Volver a publicar estas líneas de Luis es también un homenaje a tantos pibes y pibas, los que murieron y los que están. 

Luis con una remera de Emiliano Zapata con la sigla de la UGOCP, Unión General Obrero Campesina Popular de México

El aparecido 

Por Luis Santana

No sé por qué extraña razón Darío siempre se me aparece, siempre está presente en todos los lugares adonde voy. Lo veo en las marchas, en la cara de los pibes barbudos rebeldes que cantan, lo veo en las paredes de Lanús dibujado con pintura negra. Lo veo en los graffitis de Wilde, en esas manifestaciones escritas que el pueblo escupe desde las paredes. Lo veo en el mural inmenso debajo del Puente Pueyrredón, lo veo en cada policía bonaerense que calla, que habla, que culpa, que se “suicida”, que no se hace cargo, que se entrega… Lo veo en los pasillos de la villa caminando tranquilo, y enormemente feliz, a veces. (…)

Darío volviendo para entrar al hall de la estación, es el hombre nuevo que pensó tantas veces Guevara, ese Darío que vuelve para entrar al infierno es la juventud nueva que tanto hace falta. Darío volviendo, entrando, caminando, con miedo, claro, pero con absoluta seguridad, es el ejemplo que toman los que hoy levantan las banderas con su rostro eternizado.

Y siempre Darío entra. Cada vez que lo veo, Darío entra. Adentro, arrodillado, se aferra a la mano de Maxi, que ya está muerto. La realidad convertida en sangre, humo y plomo, lo encuentra después de buscarlo, arrodillado y sufriendo, mostrando la humilde sensibilidad de los pobres. Darío no quiere soltar la mano de Maxi que ya murió. Es gigante ese acto, es eterno. Es inmortal, surge de lo más profundo del alma. Y no puedo hablar de Darío sin hablar de Rodolfo Walsh, de González Tuñón, de Los Olimareños, de Paco Urondo… 

No sé por qué extraña razón Darío siempre se me aparece, siempre está presente en todos los lugares adonde voy. Su cara sonriente en los afiches de la facultad, su nombre en las banderas que piden en Plaza de Mayo, su cuerpo parado frente a las gomas que arden en puentes y rutas de todo el país, siempre presente en todos los lugares donde se reclama un derecho. 

Lo veo a Darío y lo admiro con verdadero respeto; hay que tener coraje para tejer la vida con la casi ausencia de todo, con tanta desesperación, ofensa, dolor. Con tanta humanidad negada, traicionada y aplastada. Darío volviendo y entrando al hall sin poder cruzar los brazos ante tanto insulto, Darío aguantando al frente para que sus compañeros se escapen, Darío otra vez, otra vez Darío, siempre Darío, eternamente Darío ahí donde pocos se atreven a pararse. (…)

Y no puedo hablar sólo de Darío mientras escribo, hablo también de los más de 30 seres humanos que dejaron su vida el 20 de diciembre, hablo también de los otros tantos que cayeron a lo largo y a lo ancho de todas las rutas del país. Todos muertos que pone el pueblo.

Hablo también de los que están en los fríos calabozos de la desgracia esperando justicia, y hablo de todos porque es Darío ahora quien habla mientras escribo.

“El aparecido” se llama lo que ustedes leen, porque Víctor Jara canta mientras “los muertos de mi felicidad” se hacen presente. Felicidad digo, porque ellos marcan el camino y no mueren, sino que trascienden para vivir por siempre.

Darío ha aparecido hoy, como otras tantas veces se me aparece por la calle, en el colectivo, en las paredes, en el diario, en fotos, en los ojos de Leo, en las caras de los que marchan hacia la esperanza. Darío vino hoy, un día de lluvia, con calor, sin sol, no golpeó mi puerta, entró como un hermano, “y en el silencio estuvimos conversando mates, compartiendo músicas, cigarrillos baratos y otras maravillas de esas que alegran el alma”, después de algunas horas, con un sentido abrazo se despidió y se fue sonriendo, como siempre.

Agosto 2003