Navidad en el país de las dos Argentinas: una celebración en tiempos de desigualdad

Federico Di Pasquale*

La Navidad, esa fiesta que nos llega cargada de luces, regalos, familia y promesas de renacimiento, se ha convertido, en estos tiempos de creciente desigualdad, en un recordatorio doloroso de las dos Argentinas que coexisten, se enfrentan y, muchas veces, se despojan mutuamente de los derechos más básicos. Mientras las calles se llenan de ornamentaciones brillantes y las casas más acomodadas disfrutan de cenas suntuosas, millones de argentinos deben enfrentarse a la cruda realidad de la pobreza, de la exclusión, de un sistema que pone a unos pocos en el centro y deja al resto al margen, condenados a una Navidad sin muchas razones para celebrar.

En la Argentina de 2024, el contraste es más feroz que nunca. La crisis económica, impulsada por políticas neoliberales que en su afán de ajuste no dudan en sacrificar lo más sagrado: la dignidad del pueblo trabajador, los abuelos, las infancias, las mujeres, ha dejado a miles de familias en situación de vulnerabilidad extrema. Esta Navidad, como cada fin de año en las últimas décadas, millones de argentinos no podrán sentarse en una mesa con comida suficiente, no podrán compartir con sus hijos la ilusión de los regalos ni disfrutar de un “espíritu navideño” que no llega, porque simplemente no hay condiciones materiales para ello.

Es el resultado de una política económica que, lejos de priorizar la distribución de la riqueza, ha profundizado la concentración en pocas manos. En este contexto, hablar de la Navidad se vuelve una tarea amarga. Aquel que habita en el margen, que vive en las villas, en los asentamientos, en la periferia de las grandes ciudades, ve la Navidad no como un tiempo de encuentro, sino como una burla, como una metáfora cruel del abandono estatal y la indolencia de los poderosos.

Hoy, cuando la derecha avanza con su discurso de “orden” y “seguridad” sobre las cenizas de la democracia, el pueblo argentino parece cada vez más dividido, más agrietado. La política económica del gobierno de turno, al servicio de los grandes intereses internacionales, no hace sino intensificar la fragmentación social. Y mientras la casta se lanza a la celebración con su consumo desmedido, las grandes mayorías sufren la desposesión de lo básico, el desempleo, la precarización, la falta de acceso a la salud y la educación. No hay tiempo para celebraciones cuando la supervivencia es una lucha diaria. Los más humildes, aquellos que construyen con sus manos la vida de todos, no tienen ni el aire ni el espacio para soñar una Navidad distinta.

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¿Y qué queda entonces de esa Navidad que tanto se vende en los medios?

El relato oficial sobre la Navidad, el de la abundancia, la paz, la fraternidad, es un cuento destinado a los que no conocen la miseria en carne propia. La versión oficial de las fiestas, con su apoteósico derroche de consumo y bienestar, es la mentira que los poderosos venden, mientras las desigualdades estructurales se agudizan, como si el “espíritu navideño” fuera solo para aquellos que se permiten vivir en un mundo paralelo.

El hombre de la calle, el trabajador que lucha por su salario y por su dignidad, no tiene tiempo para pensar en lo que se espera que haga en estas fechas. Su realidad es un callejón sin salida donde las promesas de las élites nunca se cumplen. Las promesas de los que hoy gobiernan son solo palabras vacías, y la distancia entre los que más tienen y los que menos tienen se hace cada vez más profunda. Las clases populares, históricamente relegadas, no han dejado de luchar por sus derechos. Pero, en la Navidad de este año, el regalo más grande para ellos sería una sociedad más justa, donde el trabajo no sea explotación, donde el hambre no se convierta en una condena de generaciones.

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Una Navidad sin adornos: el desafío de la militancia

Es entonces cuando la pregunta que debemos hacernos no es simplemente “¿qué nos ofrece el sistema en Navidad?”, sino más bien, “¿qué podemos hacer para cambiar el sistema?”. La única forma de traer esperanza en este tiempo oscuro es luchar por un modelo económico y social que se enfoque en el bienestar del pueblo y no en la rentabilidad de los grupos concentrados. La historia de nuestra América Latina nos demuestra que cuando el pueblo se organiza, cuando las luchas sociales se unen en un solo grito, no hay poder imperial ni oligarquía que pueda detener ese avance.

La Navidad debe ser un recordatorio de lo que somos como pueblo: un pueblo de luchadores, de hombres y mujeres que, a pesar de las adversidades, siguen firmes en su búsqueda de justicia social. Como nos enseñó el General Perón, lo primero que hay que hacer es pensar en el otro. La verdadera Navidad está en la solidaridad, en la construcción de un país donde la justicia social sea la base de nuestras relaciones.

Por eso, este diciembre, mientras algunos disfrutan de sus cenas opulentas, debemos recordar que, para muchos, la lucha no descansa. En lugar de rendirnos ante la narrativa de la derecha, debemos hacer de esta Navidad una oportunidad para reafirmar nuestro compromiso con los más necesitados, con los olvidados por la historia oficial. No podemos dejar que los que dominan el poder sigan imponiendo su visión del mundo como única posible.

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¿Qué pensaría Jesús hoy?

La Navidad, si seguimos la tradición cristiana, también es un momento de reflexión sobre el mensaje que dejó Jesús, quien nació en un humilde pesebre, rodeado de pobreza y humildad. Jesús no vino al mundo para adornar las cortes del poder ni para confortar a los ricos, sino para denunciar las injusticias, para predicar el amor al prójimo y para desafiar un sistema que marginaba a los pobres, a las mujeres, a los extranjeros y a los excluidos. ¿Qué pensaría Jesús hoy, cuando el hambre y la pobreza golpean a millones de argentinos, cuando los más poderosos siguen acumulando riqueza mientras se niegan a garantizar lo más básico a los necesitados?

Jesús predicaba el amor, pero también la justicia. No se trataba solo de un amor abstracto, sino de un amor que se traducía en acción: en la defensa de los oprimidos, en la denuncia de la avaricia y el egoísmo. Hoy, el egoísmo y el individualismo parecen haberse apoderado de la sociedad, con una clase dominante que ve al otro como un competidor, un obstáculo en su camino hacia el enriquecimiento personal. En su prédica, Jesús hubiera señalado la enorme contradicción entre los lujos de unos pocos y el sufrimiento de las grandes mayorías.

El hambre no es un accidente ni un mal de los tiempos. Es el resultado de un sistema económico que privilegia la acumulación sin fin, sin importar a quién pisotee en el camino. Si Jesús viviera hoy en nuestra tierra, seguramente se pararía junto a aquellos que luchan por la dignidad, aquellos que claman por un pedazo de pan, por una oportunidad. Jesús no se conformaría con un “buen deseo” en Navidad; él iría a la raíz de la injusticia y se pondría del lado de los que se organizan para cambiar la estructura que mantiene a tantos en la miseria.

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Navidad, lucha y resistencia

Lejos de la opulencia, desde los barrios humildes, desde los rostros marcados por el sacrificio, el verdadero espíritu de Navidad sigue vivo: el de la resistencia, el de la lucha por un futuro donde las fiestas no sean sólo para unos pocos, sino una celebración colectiva de todos los que, a pesar de todo, siguen peleando por una Argentina más justa, más humana, más solidaria.

Este 24 de diciembre, no se trata de seguir el guión que nos imponen, sino de reafirmar nuestra capacidad de transformar. La Navidad debe ser una reivindicación del pueblo, una llamada a la unidad popular que nos lleve, finalmente, a construir un país donde la equidad sea el principio rector y no la excepción. Porque la Navidad no es un regalo de los ricos, sino una promesa de lucha por la justicia social.

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.*Licenciado en Filosofía