“Por mí culpa casi morimos todos”

|Por Leonardo Marcote

A fines del 2003 comencé a trabajar en una fábrica metalúrgica en la zona de Llavallol. Tenía 18 años, era mi primer trabajo serio y estaba contento porque iba a contar con unos pesos de más para poder salir con mis amigos. Nuestras salidas, por lo general, eran a recitales de rock: el “Indio” Solari, Charly, La Renga, Pappo, Intoxicados, Los Piojos, entre muchas bandas más. Hacia fines de ese mismo año, Pedro, uno de mis amigos dentro de la fábrica, me acercó el cd de una banda que no paraba de crecer y de sumar gente a sus recitales Callejeros; recuerdo de su insistencia para que los escuche. El cd era “Rocanroles sin destinos”, lo guardé en el armario del vestuario y seguimos trabajando.

La mayoría de los pibes que trabajamos en esa fábrica teníamos entre 18 y 25 años. Había otro sector de gente más grande, próximos a jubilarse. En la zona era la fábrica más importante y los vecinos del barrio solían contar orgullosos que en una oportunidad la localidad fue visitada por el mismísimo Albert Einstein. No nos podíamos quejar en ese momento porque teníamos un sueldo aceptable. El trabajo era duro, estaba la parte de la forja y la parte de los tornos. Los más jóvenes trabajaban en los tornos y, los de más experiencia, en los balancines y los hornos. Al trabajar constantemente con fuego, en verano uno salía volteado del calor. Muchos se desmayaban porque les bajaba la presión. La recomendación era tomar Gatorade o leche.

Lo cierto es que en verano no había como combatir el calor que salía de las calderas. Realmente era duro. Yo, dentro de todo, no me podía quejar ya que estaba en el sector de mantenimiento y limpieza y frecuentaba la forja pero no estaba las nueve horas seguidas como otros compañeros. Además, era de los pocos que podía salir de vez en cuando a comprar lo que se necesitaba. Una vez, uno de los obreros más experimentados, me dijo que ya había pasado más horas dentro de la fábrica que con su propia familia y que por momentos sentía que le había perdido el sentido a la vida. Trabajaba de lunes a viernes 12 horas y los sábados hacia horas extras.

Pasaron algunos meses desde aquella recomendación de Pedro y, sin querer, me olvide de escuchar el cd. Por mi parte, estaba atento a las novedades sobre el primer disco del “Indio” Solari, “El tesoro de los inocentes”, pronto a salir a la venta y, también, estaba ansioso por comenzar un seminario de Historia Argentina en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo.

A mitad del 2004, dentro de la fábrica no se hablaba de otra banda que no fuera Callejeros. Las demás bandas habían quedado relegadas, al menos por un tiempo, y los pibes solo se dedicaban a juntar plata para sus shows. Estaban organizándose para ir a Obras Sanitarias, lugar emblemático del rock. Para nuestra generación Obras fue sinónimo de rock pero también de muerte, por el caso del joven Walter Bulacio, asesinado a palazos dentro de una comisaria luego de una razzia policial en un recital de Los Redonditos de Ricota, en 1991. Luego de la separación de Los Redondos en 2001, Callejeros volvía a ilusionar a miles de chicos y chicas. Sus letras, sus armonías, sus acordes, el carisma de su cantante, Rogelio Santos Fontanet “Pato”. Por todo eso, y mucho más, miles de adolescentes comenzaron a seguirlos por todo el país. Los dos recitales en Obras fueron un éxito y los comentarios fueron muy buenos. Todavía tengo grabada la imagen del “Flaco” frente al fichero de ingreso a planta (marcábamos tarjeta tanto para entrar como para salir) cantando a viva voz “Rocanroles sin destino” y con los brazos abiertos revoleando su remera. Me alegró verlo feliz porque hacía pocos meses había muerto su hijita. Y, aunque nunca podría olvidarse de esa tragedia, todavía tenía ganas de divertirse junto a sus amigos.

El único momento que teníamos para hablar, distendidos, de futbol, música, o de lo que sea, era en el comedor, en la mezquina media hora que teníamos para descansar. Allí cualquiera ponía en su celular un tema de Callejeros. Pedro me recriminaba porque todavía no había escuchado el cd que hacia un par de meses me había prestado. Entonces, desde su celular me iba pasando algunos temas que él consideraba “indispensables”.

Pasaron los meses y seguimos con nuestras cosas, nuestro trabajo diario. Algo parecido a la película de Charles Chaplin “Tiempos Modernos”. Se acercaba el fin de año del 2004 y luego del partido de fútbol de los viernes, el Flaco comenzó a agitar la idea de ir a ver a Callejeros a un par de shows en República Cromañón, un nuevo lugar que abrió el mismo dueño que había inventado Cemento, otro lugar emblemático del rock. De Cromañón solo se decían cosas buenas. Salvo nuestro compañero Fede que contó que en un recital de los Jóvenes Pordioseros la organización había sido muy mala y que se había enojado con su dueño, Omar Chabán, porque esté le quería regalar entradas para otros shows a cambio de que no divulguen la desorganización de esa noche. Lo cierto es que todo parecía indicar que así como hubo una generación de público que se identificó con Cemento, se venía otra generación que iba a quedar marcada por Cromañón. Esta generación de adolescentes, ya cargaba en sus espaldas con los estallidos sociales de diciembre de 2001. Pibes y pibas que comenzaron su adolescencia con el país prendido fuego, con padres sin trabajo, con hambre.

Por República Cromañón habían pasado varias bandas, músicos de renombre como Skay Beilinson o Ricardo Iorio. En ese momento, nadie del público se espantaba si en un lugar cerrado como ese se prendía una bengala. Recuerdo pocos meses antes de la tragedia del 30 de diciembre de 2004, en la que murieron 194 personas, cuando en un recital de Divididos, en Temperley, alguien del público prendió una bengala. Los músicos no pararon el show en ese momento, actitud que luego sí corrigieron. Pero repito, en ese momento nadie se espantaba por eso y algunos músicos hasta lo festejaban.

Fotografía: La Voz

El Flaco jodió tanto aquella tarde que hasta se encargó él de juntar la plata para sacar las entradas. Yo seguía sin prestarle mucha atención a la banda pero me parecía una buena idea ir a verlos en vivo. Lo que más me apasiona es ver música en vivo. Por esas cosas del destino, el Flaco se enfermó y estuvo en reposo un par de días, y por eso no pudo sacar las entradas. En esos días, en los que estaba enfermo, nos dijeron que la fiesta de fin de año sería el viernes 30 de diciembre. Las fiestas eran a “todo trapo”, imposible dejar de asistir. “Una vez que paga la patronal no vamos a ir”, dijimos todos. El Flaco no quería saber nada y nos insistía para ir al recital. Terminamos convenciéndolo y le prometimos que a la próxima fecha íbamos a ir “cueste lo que cueste”. Aquel 30 de diciembre a la noche estábamos todos festejando, contentos, porque había sido un año de mucho trabajo para todos, había motivos para festejar. En el predio donde se hizo la fiesta había una cancha de padel que rápidamente la convertimos en una de papi fútbol.

Cromañón ardía y nosotros no nos enteramos hasta pasadas las dos de la madrugada cuando cada uno llegó a su casa. El remisero que me llevo me comento algo de lo que había sucedido. No se sabía bien que había pasado, ni tampoco que cantidad de muertos había. “A quién se le ocurre ir con una bengala a un recital”, me dijo. De golpe, cualquiera sabía de la peligrosidad de las bengalas. Los días siguientes fueron un desfile de opinológos manifestando lo mismo, en la radio, en la televisión. “La culpa es de la cultura chabona”, le oí decir a un periodista “especializado”. Todos sabían mucho pero en realidad nadie sabía nada. Cuantos de los que opinaban alguna vez habían ido a un recital de rock. Con los pibes recién nos volvimos a ver las caras el lunes al mediodía, cuando fue el cambio de turno y entró la mayoría de los chicos que iban a ir al recital. Yo justo estaba en el vestuario y jamás olvidare aquella imagen. Estaban todos los pibes cambiándose para empezar a trabajar, pero a mi me faltaban tres horas para terminar mi turno.

El Flaco llegó apurado. Comenzó a cambiarse y no nos dirigió la palabra. “Me siento avergonzado”, dijo mirando para abajo y comenzó a llorar desconsoladamente. Lo abrazamos y le preguntamos que le pasaba. Pensamos que había tenido una recaída por la muerte reciente de su hija. “Cromañón, boludo, Cromañón. Casi nos morimos todos por mi culpa”.

La tragedia y la incertidumbre era tan grande porque todavía había pibas y pibes desaparecidos. Nos habíamos olvidado que de no haber existido la despedida de fin de año ese 30 de diciembre, posiblemente todos hubiéramos ido al recital. Pasó mucho tiempo para que volvamos a ver un show todos juntos. Aquello nos había marcado para siempre. Si me preguntan que aprendimos como publico de rock, fue a cuidarnos más. Pero, sobre todo, nos quedó claro que la corrupción no perdona, mata. Y no nos dejamos engañar por los medios hegemónicos. La música no mató a nadie.

Fotografía: Diario Rio Negro

Fotografía de portada: Fabian Vera