Hubo tiempos en donde los 26 de julio eran días de actos: sea por Evita como emblema del peronismo, sea por Fidel y los prolegómenos de la Revolución Cubana. Un nuevo aniversario de la muerte de Eva Perón (1952) y del asalto al cuartel Moncada en Cuba (1953): momento de indagación crítica para reconstruir una historia plebeya de América Latina.

Por Mariano Pacheco
Ilustraciones Emiliano Guerresi

A mediados de los noventa varias organizaciones comenzaron a yuxtaponer aquellos símbolos que en el pasado habían marchado por separado: la bandera argentina y la roja y negra; la estrella federal y la de cinco puntas; Evita y El Che. Durante la última década parece haberse extinguido esa llamita de revolución que persistía a pesar de las derrotas y adversidades. ¿Habrá llegado la hora de re-encender la llama para seguir pasando las antorchas? Breves apuntes para las militancias.

I-

Las figuras de Fidel y El Che han funcionado como una suerte de aguja enhebradora de distintos hilos generacionales. Es que desde 1959 y hasta los primeros años de este siglo, las izquierdas latinoamericanas fueron hegemónicamente castristas-guevaristas. Sobre todo en Argentina –por su nacimiento en el país; por los puentes que tendió hacia la intelectualidad crítica y la militancia revolucionaria local; por su apuesta de instalarse en Bolivia con pretensiones de “continentalizar” la lucha antiimperialista e instalar un destacamento clave en esta tierras con el “Comandante Segundo” Ricardo Masetti–, Ernesto Guevara supo, además, contribuir a aunar miradas entre marxistas y peronistas (“murió el mejor de los nuestros”, puede leerse en una Carta de Juan Domingo Perón, en un texto –según se rumorea– fue escrito y puesto a circular con la firma del viejo general por Alicia Eguren).

En este nuevo ciclo de luchas de los pueblos, incluso después de la caída del Muro de Berlín (pongamos hasta la primera década del siglo XXI), la Revolución cubana fue central para todos los proyectos nacionales que en la región pujaron por la emancipación (recordar la bandera del Che en el acto que condujo Hugo Chávez en Mar del Plata en 2005 para mandar al carajo al ALCA; la influencia de Fidel sobre los procesos bolivariano en Venezuela y de cambio en Bolivia) y, en Argentina particularmente, hasta el 30 aniversario de la muerte del Che, su figura fue fundamental para la mayoría de las militancias.

Esta dinámica cambia en el país una vez que el trotskismo se hace hegemónico entre las izquierdas locales (sobre todo desde la conformación del Frente de Izquierda en 2013), y los aires progresistas empiezan a apagarse con la muerte de Néstor Kirchner en 2010; cuestión que termina por agudizarse con la muerte de Fidel en 2016 y el borramiento del horizonte transformador en la mayoría de los proyectos (no es menor en este sentido la muerte de Chávez en 2013).

¿Por qué volver entonces sobre el Moncada, sobre la Revolución Cubana, sobre las figuras de Fidel y el Che? Fundamentalmente, diría, porque ese proceso nos permite seguir pensando las luchas desde un tríptico que se torna en un legado fundamental de ese proceso: una concepción popular del sujeto de cambio latinoamericano; la importancia del “orgullo nacional” frente al imperialismo y una perspectiva no dogmática ni teoricista de la transformación social. Porque en la Cuba revolucionaria la bandera nacional fue símbolo de dignidad frente a la prepotencia imperial, y socialismo y nación nunca fueron conceptos/fenómenos opuestos sino complementarios; porque en la concepción esgrimida por Fidel pueblo nunca fue una entidad abstracta derivada de un análisis sociológico respecto al lugar que se ocupa en la estructura social sino agencia, sujeto-no-sujetado que desanda la trama de dominación y explotación en la medida en que puja por la emancipación (“entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, la que anhela una patria mejor, más digna y más justa; la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes...”, dice en su célebre discurso de 1953, conocido bajo el título de “La historia me absolverá”) y, finalmente, la idea de que revolución no tiene por qué ser relegada al pasado de los esquemas socialistas del siglo XX, sino que en el siglo que habitamos es susceptible de ser reivindicada en tanto significa, según la definición que brinda en el año 2000, “sentido del momento histórico”; “cambiar todo lo que debe ser cambiado”.

II-

Como en tantos otros temas, Evita en el centro de la escena. Su figura se torna fundamental a la hora de revisitar nuestra historia, de repensar la Argentina. Porque al fin y al cabo, es en la narrativa evitista donde la cuestión obrera aparece bajo la figura del “Descamisado”, que no es tanto una posición en la estructura social como un sentimiento político: sentirse pueblo es lo fundamental. Por eso las y los cabecitas negras funcionan en su discurso como un eje vertebrador de fuerzas poderosísimas que sostienen el andamiaje sobre cuyo esqueleto se levanta el edificio mismo de la revolución peronista. El movimiento, insiste Evita, no podría definirse sin ellos, sin su organización. “No será posible el justicialismo sin el sindicalismo”, puede leerse en La razón de mi vida. Y es desde esa concepción que entiende al justicialismo como aquella propuesta política que sólo concibe a una sola clase de hombres (y mujeres, diríamos hoy): “los que trabajan”.

Evita, hoy, funciona como figura clave, de inusitada actualidad, en un doble registro.

Por un lado, porque incluso habiendo realizado más de una declaración discursivamente “antifeminista” (en un contexto en donde el feminismo aparecía acaparado por mujeres de sectores adinerados abiertamente anti-peronistas), en los hechos, se presenta como agente de vanguardia de un feminismo obrero, una suerte de “feminismo popular de masas”, como lo denomina Horacio González en su ensayo literario titulado Eva Perón en el camarín. Ya desde julio de 1948, cuando organizó la Fundación Eva Perón, logró cambiar el eje de la discusión, y poner el elemento dignidad (de la ayuda social) en contraposición a la indignidad de la limosna. Claro que toda la tarea de “ayuda social” de Eva oscila entre esos dos polos: la asunción de labores históricamente destinadas a las mujeres/la conquista del protagonismo político de las mujeres desde esas actividades. Pero así y todo logra revolucionar la estructura de géneros, y no sólo desde “lo social”, sino también, desde “lo político”. Porque el voto femenino (esa “agenda sufragista” de larga data) es tomado finalmente como un tema por el peronismo para disputar las posibilidades de su reelección en el gobierno (como se lo acusó maliciosamente), sí, pero que finalmente logró garantizar, de la mano de esa disputa, la edificación de toda una estrategia “femenina” inédita para la política argentina. Porque en 1949, en el marco de la disputa electoral en puerta, Evita funda el Partido Peronista Femenino (PPF), la tercera “rama” del movimiento (junto con la política y la sindical), que llegó a contar, para 1951, con 3.600 unidades básicas en todo el país. Allí, además de la campaña proselitista, se desarrollaron diversas actividades sociales, educativas, recreativas y culturales, donde las mujeres peronistas no sólo disputaron votos y espacios en el Estado, sino que se sintieron parte –quizás por primera vez en la historia nacional– de una comunidad de pares que, sostenidas en una complicidad, hacían oír sus voces, frecuentemente silenciadas. El proceso, complejo por la “renuncia” a los honores (aunque no a la lucha) cuando la CGT promueve su candidatura a la vicepresidencia, corona de todos modos con 23 diputadas, 6 senadoras y 77 representantes de legislaturas provinciales electas por el peronismo, que llegan a asumir sus puestos en 1951, por primera vez en la historia del país.

Dos momentos de lucidez militante en Evita –decía– entonces: la razón y la pasión. Y la comprensión de que, entre las pasiones, resulta fundamental la combinación de esa doble función estratégica del odio y del amor, núcleo central del mito capaz de agitar a las grandes masas. Porque como alguna vez supo escribir Esteban Rodríguez Alzueta, el mito incita “a una rearticulación entre la pasión y la razón”, cuestión que permite disponer conjuntamente los elementos contrapuestos para disputar el sentido de la política. Y vaya si Eva la disputó. Al punto incluso de fomentar un plan de “milicias obreras” y “contra-inteligencia plebeya” para defender al gobierno popular (la conocida compra, a través del príncipe Bernardo de Holanda, de 500 ametralladoras y 1.500 pistolas para ser entregadas a la CGT tras el intento de golpe de Estado del 28 de septiembre de 1951, encabezado por el general Benjamín Menéndez y el establecimiento de una red de inteligencia popular sostenida sobre la base de las trabajadoras domésticas situadas en casas oligarcas dan cuenta de estas razones estratégicas atravesadas por las pasiones). Es que la democracia, lejos de lo que pueden pensar las bellas almas concentradas en los procedimientos, no puede hacerse con instituciones erigidas de espaldas a la voluntad de las grandes mayorías. Y en Argentina, esas mayorías, hasta ese momento, no sólo estaban explotadas y oprimidas, sino también “humilladas y ofendidas”. Y Evita, como todo “cabecita negra” de este país, no había sido ajena a esa situación.

Ella misma, por esa dialéctica de humillación y de silencio de la que hablaba Oscar Masotta a propósito de Roberto Arlt, logró algo más, incluso, de lo que puede leerse en esos grandes tramos de la literatura nacional: en su historicidad Eva logró romper el círculo vicioso y hacerse oír. Pero ojo: no es tan sólo la voz singular de esa joven mujer de provincias la que se hace oír, sino la del conjunto de humillados y ofendidos que se sienten expresados en su nombre. Y es precisamente por el reconocimiento del dolor que han padecido que los descamisados logran, durante el peronismo, sortear esa “imposibilidad de contacto entre humillados” que aparece en el mundo de la literatura de Arlt. Ya no desconfianza y repulsión entonces (y por lo tanto odio y silencio), sino grito que busca trascender la inmundicia del mundo. Grito desgarrador y amor que establece lazos de hermandad entre los hombres y mujeres del pueblo, y entre éstos –en tanto comunidad— y ella, líder espiritual de la nación. Por eso, símbolo de las y los de abajo, como supo decir alguna vez David Viñas en sus “Hipótesis de trabajo en torno a Eva Perón”, ella se transformó en el monumento al cabecita negra, sin cuyo protagonismo no hay democracia posible.

Sería bueno recordarlo, en este 2023 en que tanto se habla de democracia a propósito de sus “40 años”.