|Por Leonardo Marcote

En el verano de 1935, Eva María Duarte llegaba a Buenos Aires con el sueño de ser actriz. Tenía quince años y comenzaba a dejar atrás su vida en Los Toldos, su pueblo. Allí quedaron sus hermanas y su madre a quien no volverá a ver durante algunos meses. Viajó sola y sin mucho equipaje, le alcanzó con una valija que, por precaución, la ató a su mano con un piolín.

De a poco, comenzó a tener algunas interpretaciones en los radio-teatro de la época. Durante nueve años, mantuvo vivo su sueño de ser actriz, pero el destino tendrá otros planes para el resto de su vida.

Cuando conoció a Perón sus sueños comenzaron a ser otros. Por primera vez en la vida, sintió que podía ayudar a muchas personas que habían padecido el destrato o la pobreza, igual que ella. De manera vertiginosa, Eva María Duarte comenzaba a ser “Evita”.

Nadie sino el pueblo me llama Evita. Solamente aprendieron a llamarme así los descamisados. Los hombres de gobierno, los dirigentes políticos, los embajadores, los hombres de empresa, profesionales, intelectuales, etc., que me visitan suelen llamarme señora; y algunos incluso me dicen públicamente Excelentísima o Dignísima Señora y aun a veces, Señora Presidenta. Cuando un pibe me nombra Evita me siento madre de todos los pibes y de todos los débiles de mi tierra.

Evita comenzó a dedicar cada minuto de su tiempo en resolver personalmente y de manera urgente problemas sociales, desde su despacho en la Secretaria de Trabajo.

Un grupo de cuarenta personas la acompañaban las doce o catorce horas por día que dedicaba a atender a la gente que venía de todo el país. Nadie debía irse sin el problema resuelto.

Entre sus preocupaciones centrales estaban: la conquista de derechos para las mujeres, la ancianidad y los niños y niñas.

“Sí derramamos todo nuestro amor sobre los niños para hacerlos realmente felices habremos conseguido que mañana sean hombres buenos, agradecidos y ellos serán el pueblo del futuro”.

En cada niño o niña sin derecho y olvidado se sentía identificada. Gran parte de su obra estuvo dedicada a mejorar las niñeces de millones. Para eso, entre otras cosas, creó los torneos Evita, una excusa para controlarlos médicamente al mismo tiempo que se divertían. También fundó la República de los niños y la Ciudad Infantil, que luego fue destruida por los tanques de la dictadura.

Cuando podía dejar por algunas horas su puesto en la Secretaría del Trabajo, se iba a la escuela Superior Peronista a dar clases de formación política. En una de esas charlas manifestó:

“El pueblo está constituido por hombres libres; el pueblo tiene conciencia de su dignidad, por eso es invencible y no puede ser explotado cuando es pueblo. En el pueblo todos tienen iguales privilegios, por eso no hay privilegiados. Todo movimiento que aspire a hacer la felicidad de los hombres, debe tratar de que éstos constituyan un verdadero pueblo”.

Desde la fundación que llevaba su nombre, construyó escuelas, hospitales y hogares de ancianos. También, impulsó el voto femenino, y en 1951 las mujeres pudieron votar por primera vez. Hizo de todo en su corta pero intensa vida. Nada fue igual después de su muerte, el 26 de julio de 1952. Una vez dijo: “Si este pueblo me pidiese la vida, se la daría cantando, porque la felicidad de un solo descamisado vale más que toda mi vida”.