|Por Ailín Colombo
|Audiovisuales por Julieta Piermaría
“Pasaron 16 años, pero para mí es como sí fueran 16 días”, nos dice Lourdes Hidalgo, de 56 años, migrante boliviana y sobreviviente del incendio del taller textil ubicado en Luis Viale al 1269, en el barrio porteño de Caballito. Ella nos espera sentada en el umbral de la casa contigua al galpón donde funcionó el taller que fue la trampa mortal que se llevó la vida de Juana Vilca de 25 años, embarazada; Wilfredo Quispe de 15, Elias Carbajal de 10, Rodrigo Carbajal de 4, Luis Quispe de 4 y Harry Rodriguez de 3 años, el 30 de marzo de 2006. “Todos ellos fueron víctimas de explotación laboral y racismo”, sentencia Lourdes.
Para mantener presente la memoria de la masacre, pintaron murales en los portones de lo que fue el taller. Al llegar, nos encontramos con los murales tapados con publicidades. Lourdes pasó toda la mañana en la Legislatura porteña reclamando la restitución de los murales, luego fue a comprar tela para hacer una bandera, ahora nos reunimos para una entrevista. Todo un día dedicado a la lucha. “A mí me quebraron la salud, pero mi fuerza de voluntad para seguir luchando no la van a quebrar”, remarca, mientras que a su paso lento, nos dirigimos a la plaza Irlanda que, según Lourdes, era el único lugar al que salían a distenderse los compañeros del taller, ya que no conocían Buenos Aires.
Cuando Lourdes llegó a trabajar al lugar quiso renunciar enseguida. “Acá se paga cada tres meses”, le dijeron. Cada trabajador tenía que entregar alrededor de 500 pantalones por semana, a ella ni siquiera le informaron de cuánto era el salario, luego preguntó: “50 centavos” cada pantalón. En cuanto a la jornada, era interminable, de 7 a 22, “nosotros no veíamos la luz del día”, explica. “Como trabajadora, yo sabía cuales eran mis derechos allá en Bolivia pero una vez que pasas la frontera ya es distinto. Hubo mucha discriminación y racismo hacia nosotros.”
No fue una tragedia
“El lugar era pésimo. Este lugar era un galpón que estaba dividido en tres partes. La primera planta era el taller, donde estuvimos 40 trabajadores”, describe Lourdes. En el primer piso y el entrepiso las “habitaciones”, divididas por familia con cartón, nylon y tela, por lo que era altamente inflamable. En la planta baja el taller dónde se amontonaban las máquinas: “era muy incómodo porque no teníamos un lugar donde desayunar o almorzar. Todo era sobre la máquina o sobre los cortes de tela”. Además, contaban con un solo baño para todos los trabajadores y sus familias. Ese baño era para “ducharse, hacer nuestra necesidad y lavar la ropa”, lamenta la trabajadora.
Por la masacre fueron condenados los dos capataces, por reducción a la servidumbre, a 13 años. En cambio, los dueños del taller, Jaime Geiler y Daniel Fischberg, fueron sobreseídos a pesar de ser propietarios del inmueble y que la marca que se trabajaba en el taller era JD (Jaime y Daniel). Lourdes considera que no obtuvieron justicia: “Aparecen las autoridades cuando se queman y mueren, y luego se olvidan. Y eso pasa con lo de Luis Viale, se olvidan de lo que pasó. Por eso siempre yo digo que nunca olviden que la ropa que están usando está manchada con la sangre de las trabajadoras textiles que murieron cosiendo las ropas.”
“Todos sabían, los dueños, con la complicidad de los capataces, sabían en las condiciones que estaba el lugar. Son todos cómplices, la policía, los jueces”, denuncia Lourdes. Según cuenta, era común que policías en patrullero fueran a pedir pantalones que guardaban en el baúl. Incluso, en una oportunidad, presenció cómo sus compañeros fueron escondidos bajo las camas ante la llegada de inspectores. Ella hace énfasis en que la complicidad sigue presente y que no se trató de un hecho aislado: “esto no solamente pasó en Luis Viale, en el 2015 nuevamente murieron dos niños (en un incendio de un taller), en el 2018 murió una nena en un taller de Mataderos”.
Lourdes
La trabajadora resalta que en la textil de Luis Viale solo contrataban bolivianos, “mis paisanos son muy callados”, explica. Lourdes no. Ella es más bien obstinada y lo ejemplifica: “Dentro del taller hay mucho machismo, porque cuando estaba aprendiendo me dijo el dueño que yo tengo que aprender a ‘hacer la over’ (overlock, un tipo de máquina), porque la mayoría de las mujeres trabajan en la over y los hombres trabajan en la recta. Y eso a mi no me gustó y le dije ‘las mujeres podemos hacer de todo’, y empecé a ‘hacer la recta’. Para aprender a armar las prendas yo puse mucho empeño. Cuando llegué al taller de Luis Viale me dieron la máquina recta”.
El incendio la forjó militante. Fue ella quién convocó la primera asamblea para organizarse y pedir justicia. Fue ella quién advirtió a los capataces que el taller era un peligro. Y también reclamó que necesitaban otro baño para la comodidad de los compañeros. Por esta razón, la echaron de la textil días antes del incendio. Tuvo que quedarse a terminar el lote de pantalones que había empezado para que le liquiden correctamente lo que le debían. Es que de los meses que trabajo en el lugar sólo recibió 70 pesos.
Espacio de la memoria
Para mantener viva la memoria de las víctimas, la “Comisión por la memoria y justicia de los obrerxs de la textil de Luis Viale” presentó tres proyectos de ley ante la Legislatura porteña: los expropiación y pratimonización del inmueble y otro para declarar el 30 de marzo como Día de la Memoria por las víctimas. “Lo que queremos es que ese lugar sea un espacio de memoria, que las futuras generaciones tengan un lugar para contenerse. Y que también todos conozcan lo que pasó ahí y como también la memoria de los que fallecieron no quede al olvido. Tampoco queremos que ese lugar vuelva a ser un lugar de masacre cómo fue en el 2006. Y esto es lo que yo quiero, lo que a mi me pasó no quiero que le pase a los demás. La vida del migrante no es una vida fácil”, resume Lourdes
Cómo fue la masacre
“En esos días hubo un incendio dentro del taller. Se prendió fuego un cable pero no hicieron caso. El cable se prendió del principio al final. Yo estuve ahí. Justamente llegó el día 30, pero nadie se imaginó lo que iba a pasar.
Era un día jueves, el miércoles me quedé hasta tarde, hasta las 2 de la mañana. Luego me fui a descansar y al día siguiente bajé al taller, y no había la máquina que yo necesitaba para poner cierres al pantalón. Estaban todas ocupadas. Entonces, aproveché para lavar mi ropa, almorcé y una compañera me dijo que tenía los ojos colorados, que vaya a descansar y ella me avisaba cuando esté la máquina desocupada. Subí a la pieza donde vivía, el techo era de chapa y el calor era insoportable, así que volví a bajar. La misma compañera me dijo ‘andá a mi pieza a mirar la tele’. Por eso sé bien el horario del incendio y todo, porque justamente yo estaba mirando una novela que se llamaba ‘Isaura, la esclava’. Eran aproximadamente las 16:45.
Cuando estaba recostada en su cama, escuchaba que los niños estaban correteando arriba, escuchaba las risas y en una de esas se cortó la luz, pero volvió al rato.
Vi que de al lado entraba un poco de humo, pero pensé que como en Bolivia es costumbre hacerse el sahumerio, era eso. Pero cuando más entró el humo y había un silencio total, pensé que los niños hicieron alguna travesura. Entonces, dije: ‘¡Chicos! ¿Qué pasa? ¿Qué están haciendo?’, nadie me respondió, hubo un silencio total. Entonces, fui al lado y abrí la cortina, vi que un niño que estaba gritando. Los colchones estaban ardiendo y el niño estaba al lado. Lo primero que hice fue entrar y sacar al niño. Cuando di un paso vi algo negro que se vino, había pensado que era la pared pero era un televisor que se abrió. Sentí que me quemó y salí de ahí. Corrí hacia abajo porque me acordé que había matafuegos, pero no funcionaba.
El fuego avanzó al rato. Como las piezas eran todas de tela y nylon, fue al instante. Bajaron la llave de luz y era oscuro. Lo único que vi fue la claridad de la puerta hacia la calle. Así que corrí, pero lo que fui a buscar era agua porque sentía que el humo me estaba quemando por dentro.
Al salir, toda la gente estaba gritando. No podíamos ni llamar a los bomberos porque no teníamos celular. Los vecinos habrán llamado. Cuando salimos en la calle empezó a explotar la ventana de arriba y nos llevaron a una cuadra. En ese momento me parecía un sueño. Que no era una realidad.
Luego quedamos sin nada. Escuché que uno de los capataces dijo ‘ya está llegando la alameda’, que era la policía, ‘suban los que están con los niños al auto blanco’, dijo. Subimos al auto y nos llevaron a una casa de Fragata Sarmiento. Ahí estuvimos una parte, miramos lo que estaban transmitiendo en vivo en los medios.
Uno de los jueces dijo una palabra, el ayni, que nosotros estábamos acostumbrados a trabajar de esa forma, pero el ayni significa ayudarse, no significa explotación“.
Portada: Editorial Sudestada