Por: Lola Cortez Saccheri
En la zona rural del interior de Salta, Alicia vive con sus dos hijos y trabaja de empleada doméstica. Para hacer trámites o para que sus hijos hagan la tarea, dependen del único celular de la casa. La señal entra una o dos veces por semana, si el viento sopla para el lado correcto. El año pasado, escuchó sobre la posibilidad de instalar una antena que le garantizaba Internet satelital de alta velocidad. El equipo costaba casi tanto como la moto con la que su familia se transporta todos los días. Cuando necesita señal, todavía la busca parándose sobre el tanque de agua.
En nuestro país habitan muchas personas que no tienen acceso a la tecnología como acostumbra la mayoría. Ya sea por problemas de conectividad, en el mejor de los casos, o por cuestiones estructurales y complejas, existe una gran cantidad de lugares en los que se conforman pequeños escenarios que parecen paralelos a lo real, en los que la información corriente es otra. Sería injusto adjetivar esos lugares como “rincones” porque, en la mayoría de los casos, no están en ningún recoveco, ni son tan pequeños como parecen, ni tampoco dejan de conformar la opinión pública, sino más bien al contrario: aportan en tanto su voz se manifiesta ausente.
En un contexto empapado de información cuyo acceso es de necesaria conexión; en el que las reglas están marcadas por la narrativa de “el conocimiento es poder”: ¿qué pasa cuando el cumplimiento de derechos básicos queda en manos privadas? ¿Y qué implica esto para la opinión pública, que resulta cada vez más fragmentada, concentrada y dependiente de plataformas privadas?
Según un informe de UNESCO de febrero de 2025, el 90% de la población argentina cuenta con acceso a Internet. Resulta pertinente analizar estos datos en relación a la preocupación por la concentración de voces y discursos en la opinión pública argentina, y su presumible influencia en la falta de representatividad y legitimidad de los partidos políticos tradicionales. Quizás una buena hipótesis se esconda detrás de la pregunta sobre qué pasa con ese 10% que está desconectado, y del 90% que no, cuántos tienen buena conexión o recursos para acceder a ella.
La falta de conectividad se presenta sobre todo en regiones rurales, el norte del país y los sectores de menos ingresos. Sobre esto, el informe técnico del RAICCED (Red Argentina de Investigaciones en Ciencias de la Comunicación y Educación Digital) de septiembre de 2024 revela que alrededor del 70% de los parajes rurales en el NOA y NEA no tienen una conectividad a Internet estable. En relación a datos proporcionados por el INDEC, más de 38 millones de accesos móviles (o sea, que usan celular y no computadora) sustituyen la falta de conexiones fijas, que sólo llegan a 8 millones de hogares.
Disputas de sentido
Podemos decir que la “arena pública” en la que se dan las luchas de poder y construcciones de sentido son, hoy en día, las redes sociales. No sólo a partir de la información que en ellas circula, proveniente de los medios masivos, cuyas costumbres e inclinaciones nos resultan ya familiares. Sino que además se jactan de manera heroica de posibilitar la participación de nuevas y múltiples voces.
¿Qué pasa si esas voces son en realidad las mismas de siempre, sólo que en un escenario que aparenta democracia pero que esconde mayor concentración? ¿Qué pasa si esta idea de libertad y libre participación que sostienen las redes sociales no fuera más que la construcción de mecanismos de control más potentes sobre los discursos en ellas? ¿Quién decide quiénes participan en este “concierto de voces” orquestado, al parecer, por el libre albedrío algorítmico?
En el escenario descripto, la conectividad deja atrás su estatus de privilegio para pasar a convertirse en derecho humano, en tanto permite a las personas formar parte del debate público. Esto, a posteriori, aporta tintes importantes en la toma de decisiones sobre el futuro del país. En este sentido, la brecha digital significa también una brecha en la participación democrática. ¿Qué sucede con quienes no acceden ni, por ende, pueden expresarse? Posiblemente, “rellenen” estos espacios discursos que dicen más de lo mismo, provenientes de los mismos de siempre.
Las plataformas en la era de la “tecnocracia” adoptan el mismo modelo de los medios masivos tradicionales, en el sentido de que son manejadas por unos pocos (demasiado pocos) y que son usadas por una cantidad inmensa de la población mundial. La diferencia que tienen con los medios tradicionales es que estas se presentan como neutrales y de control descentralizado en donde la participación en ellas está ligada únicamente a una decisión personal, puesto que todos somos “libres” de expresar nuestras ideas en su interfaz.
Sin embargo, quienes proveen y moldean esta interfaz tienen intereses de índole histórica: particulares y privados. Estas plataformas resultan, a diferencia de lo que parecen, mucho más agresivas que los medios tradicionales. Los discursos en ellas están regulados por reglas de apariencia invisible, como los algoritmos y los términos de uso y moderación, a las que nos rendimos cada vez que aceptamos las cookies y damos OK a todo sin saber lo que estamos dando a cambio.
Al final del día, los discursos que circulan en las redes son los que provienen de las voces mejor conectadas, las que tienen mayores recursos. La promesa de libertad y horizontalidad termina siendo una fachada macabra que esconde los hilos de esta nueva época del capitalismo basada en el almacenamiento y control de datos.
El ejemplo de Elon Musk
Esta problemática se puede ver encarnada, entre muchos otros posibles ejemplos, en la figura de Elon Musk. Este CEO es una de las caras de la concentración del poder privado sobre la infraestructura tecnológica, y de la influencia de esto en el discurso público. Como describe Natalia Zuazo en su artículo de 2018, “El club de los cinco” (haciendo referencia a los grandes empresarios estadounidenses), Musk se encargó en las últimas décadas de concentrar el control de nuestros datos y comportamientos. Esto hizo que en la actualidad sea desplazado cualquier vestigio de competencia o pluralismo en el “mercado de plataformas”.
Elon Musk es un espejo de ese modelo: es dueño de Starlink y SpaceX (empresas que lanzan satélites al espacio para garantizar conexión a Internet, y se codean con el gobierno de Estados Unidos), lo que le da la capacidad de administrar la infraestructura crítica del Internet y el espacio digital. Frente a esta enorme maquinaria no existe un mecanismo que sea capaz de exigirle una rendición de cuentas o un control democrático.
Desde la llegada a Argentina de “Starlink Mini”, una especie de módem que permite acceder a señal de Internet satelital en terrenos difíciles, se profundizó la idea de que la digitalización atenúa la brecha digital. Este discurso es cuanto menos ingenuo si se tiene en cuenta las características económicas y sociales de los parajes rurales en el interior del país.
Sin embargo, su poder va más allá de eso: como figura pública, se proyecta como un actor político de escala global. Tiene la capacidad de instalar narrativas (como la de las redes vinculadas a la libertad de expresión) y de condicionar la conversación pública desde sus plataformas. Ese poder de moldear el discurso y promover ciertas ideas es una forma de ejercer su poder comunicacional sin un filtro institucional posible (al menos, hasta el momento).
Pensado desde una perspectiva de derechos humanos, este fenómeno trae consigo una paradoja dramática: la idea de una Internet libre, plural y abierta se socava cuando la posibilidad de acceso depende de decisiones únicamente algorítmicas y comerciales de unos pocos. Si el derecho a la conectividad en Argentina ya pende de un hilo, la toma de control de los espacios discursivos por parte de figuras como Musk, amplifica la brecha digital. Quien no tiene acceso desaparece del diálogo público, y no parece que los organismos internacionales tengan las herramientas (o la voluntad política) para ponerles límite a estos empresarios que ya parecen tener la misma capacidad de acción que un Estado Nacional.
¿Libertad de expresión o control silencioso?
En conclusión: no basta con garantizar el acceso a Internet, se necesitan organismos públicos que controlen quién regula estos espacios, bajo qué criterios, con qué legitimidad y bajo qué marcos jurídicos. Como señala Zuazo, esta concentración de plataformas sin contrapesos políticos es una amenaza directa al pluralismo democrático. Y Musk, como dueño de las plataformas y de la infraestructura de Internet a escala global, es un actor central.
El caso de Elon Musk y su control sobre la conectividad satelital (a partir de Starlink) y los espacios de discursos digitales (X), deja ver cómo el poder tecnológico ya no está en manos del Estado. Este se desplazó hacia empresarios que no rinden cuentas ante nadie, pero condicionan todo: desde la guerra en Ucrania hasta la circulación de voces en lo profundo de Argentina.
No alcanza con una discusión sobre cuántas personas tienen acceso a Internet, ni con celebrar la existencia de soluciones privadas como si significaran avances neutros. Es necesario preguntarse quién gobierna esa posibilidad de acceso, con qué criterios se organiza la visibilidad de discursos y a qué modelos sociales nos conduce este nuevo orden digital.