Escribe: Federico Di Pasquale | Ilustra: Emiliano Guerresi

En momentos en que la política es nuevamente deshumanizante, cuando el régimen social es degradante y ni siquiera tiene que ocultarlo, en el sur del continente americano debemos reconstruir las tradiciones que forjaron caminos más luminosos. 

Transitamos la explotación, la opresión, la aniquilación de los valores del pueblo humilde y cualquier vía que tienda a sostener nuestros principios humanos, parece testimonial o nostálgica frente al avasallamiento inescrupuloso de los nuevos fariseos. 

En esta Semana Santa podemos recordar al Jesús de los humildes, no al del sistema opresor, no al utilizado para retroceder y pisar al pueblo, sino al liberador, al de la justicia social, interpretación que los propios pervertidos nos han hecho olvidar hasta dejar de lado la gran carga revolucionaria de su mensaje. 

La voz de Jesús acompaña a los oprimidos, nunca a los poderosos; está del lado de los excluidos, los migrantes, los pecadores y pecadoras del pueblo sencillo, de quienes están privados de derechos, del lado de la economía popular y quienes sufrimos de formas modernas de precarización, frente al despotismo de Milei, ese nuevo romano. El presidente debe tener en cuenta que los del pueblo empobrecido no somos sus esclavos, no somos sus libertos.

Estamos oprimidos en esta Argentina del siglo XXI, pero tengamos en cuenta que aquel mensaje de Cristo acompaña a los desdichados ante la corrupción. Tenemos nuestra propia Roma corrupta; tenemos nuestra Italia, nuestra Africa, nuestra Sicilia, en cada lugar en donde resistamos, como aquellos primeros cristianos que eran perseguidos y asesinados. 

El sistema de opresión se encarga de ocultar que Jesús inaugura una senda de liberación de los pueblos para que también soñemos con el retorno a la ciudad de origen que, para nosotros, no es la polis griega, pero sí es la Argentina del pleno empleo, de las organizaciones libres del pueblo. Nostalgia del Estado de bienestar pero también de otras experiencias de redistribución de la riqueza más cercanas a nosotros. 

Las generaciones anteriores e incluso nosotros, fuimos ciudadanos de un país más justo e igualitario; no éramos reducidos a la precarización indigna en lo laboral, los abuelos no temían crecer; no estábamos cautivos de discursos de odio; no estábamos esclavizados por las deudas; los campesinos podían soñar con tener la tierra, se trataba de otra libertad. 

Otra vez, nos quieren sin esperanza, sin horizontes, sin poder planificar la vida y nos han quitado también a Jesús y su palabra, usándola para el control, haciéndolo amigo de los genocidas y militares; ese no es mi Cristo; el mío renueva la fe en una vida nueva, obliga a los poderosos a rendir cuentas y con su voz que cobija me asegura que, si tengo hambre y sed  de justicia, estaré satisfecho, porque nuestro será el reino. 

Se contempla lo mismo que vió él: enfermedad y abandono de personas, inhumanidad, despojo, rapiña, egoísmo; un poder que humilla sin vergüenza, la insensibilidad de los ricos que no entrarán al reino de los cielos, porque es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja. 

Jesús presenta un concepto de justicia que es fundamental para nuestra tradición política nacional y popular, una justicia que no tiene que ser la de fariseos y escribas al servicio de la corrupción y el deterioro de la trama social. 

Frente a la provocación permanente, recordar a las Abuelas y Madres, esas pacificadoras, que no vinieron a hacer la guerra sino a pedir justicia, en el sentido buscado por Jesús. 

Los poderosos, el sistema, nos han enseñado una versión de Cristo que despotencia, que controla, que moraliza, que se sienta con el poderoso y frente a ello, tenemos una actitud reactiva. Sin embargo, podemos interpretarlo como abriendo las fibras íntimas de lo humano, nuestras potencias activas y capacidades, ofreciendo una alternativa frente a la deshumanización generalizada y el egoísmo e individualismo del modelo actual. 

Los poderosos no son el espejo de dios, sino que son los nuevos fariseos; el pueblo pobre es el espejo de Dios, ese pueblo desheredo, desarropado, hambreado que es verdaderamente quien puede sentarse a la diestra del creador. 

Frente a la versión reaccionaria que nos han inculcado, de ese Jesús que no quiere avance en los derechos, ese Jesús pañuelo celeste, ese Jesús que no quiere ESI, que no quiere matrimonio igualitario, ese Jesús amigo de Videla, tenemos el otro, el nuestro, el Jesús del pueblo, sin el cual, es impensable el peronismo, por ejemplo. El que entiende que esa prédica se centraba en lo popular y en la búsqueda de la justicia social, hasta el punto en que Perón dijera que, sin cristianismo, no habría justicialismo. 

Jesús, en vez de hacernos ser egoístas y moralizadores, nos llama a mirar a quienes están pasando situaciones de privación, los pobres, excluidos, migrantes, enfermos, presos… nosotros mismos en este contexto empobrecedor en donde la clase media baja ha sido arrasada y la precarización laboral no permite soñar un futuro ni un proyecto compartido. 

Frente a un modelo en donde la riqueza ampulosa de una minoría oligárquica está construida sobre cadáveres vivientes, en donde los bienes no son repartidos equitativamente, en donde no se discute la riqueza pero ni siquiera la pobreza, en donde esa minoría inhumana que no conoce de privaciones decide quién es digno de vivir o no. 

Los nuevos fariseos, oligarcas, instalan la injusticia y las diferencias no sólo económicas sino incluso naturales, hasta el punto que creen en su propia superioridad estética y moral. 

Frente a esto, Jesús nos iguala en la humildad pero no para la aceptación cabizbaja de la opresión y la condición impuesta, sino para recordar que los hijos de Dios, hechos a imagen y semejanza, somos nosotros y vamos a reconquistar nuestro reino de justicia social tarde o temprano.