Por Daniela Martinez

La autora es docente de escuela pública de la Ciudad de Buenos Aires. A 26 años de la muerte del célebre pedagogo brasilero Paulo Freire, ícono de la pedagogía crítica, que con su método de alfabetizó millones de personas, compartimos sus reflexiones.

Cuando arranqué a estudiar el profesorado lo hice por la convicción de que es a través de la educación únicamente que se puede transformar el mundo, que se puede llegar a la revolución. Para ese momento estaba muy poco informada acerca de las distintas pedagogías, el único contacto que había tenido con la educación hasta ese momento era como estudiante.

En el año 1997 repetí sexto grado; adjudico dicho hecho, además de lo obvio de mi desempeño como alumna, a que mis viejos, si bien siempre me han inculcado el estudio, no fueron muy restrictos al control de ese proceso. Me dejaban faltar cuando quería y yo, que copiaba a mi hermano mayor que estaba en la secundaria, terminé con 45 ausentes, por lo que me llevé todas las materias a marzo.

Hace poco, reflexionando sobre este hecho pasado, caí en la cuenta de que en realidad un poco también faltaba debido a los docentes del curso. Me recuerdo queriendo pasar desapercibida. Hasta que no tuve cierta edad el proceso de enseñanza y aprendizaje me resultaba aversivo. En síntesis, tenía miedo del docente, tenía miedo de que me vaya mal y tenía miedo de equivocarme y ser regañada por esto.

Cuando cursaba la materia “Sujeto de la educación” la profesora nos dio como texto obligatorio una selección de “Las cartas a quien pretende enseñar” y “Pedagogía del oprimido”. Descubrir ese discurso fue para mí una revolución no sólo porque cambiaría mi idea sobre cómo enseñar sino también porque le daba un marco, un sustento empírico que decía que era posible cambiar el mundo o, al menos, cambiar algo siendo docente.

Desde hace décadas, fundamentalmente a partir de la última dictadura militar que sufrió nuestro país, se llevó a cabo un proceso de desvalorización y demérito de la educación pública y la tarea docente tanto en lo simbólico como en lo económico. No hay que hacer muchas cuentas para entender a partir de esto que la idea central es echar por tierra todo aquello que propicie a las personas desarrollar la capacidad de ver y criticar el mundo en el que vivimos. La historia y el presente de nuestro país da cuentas de ello (basta considerar los dichos de la actual Ministra de Educación porteña acerca de los docentes, así como también los actos fallidos del ex presidente sobre el tema).    

¿Cómo podemos aceptar estos discursos neoliberales que se pregonan verdaderos, y mantener vivos nuestros sueños? Una manera de hacerlo [se pregunta y se responde Freire] es despertar la conciencia política de los educadores.

Hoy la palabra política es mala palabra y es mucho más mala cuando proviene de una acción llevada a cabo por un docente dentro de un aula, o bien cuando se manifiesta afuera de esta sumándose a algún paro o movilización. Hoy cuando queremos innovar en nuestras prácticas e incorporar contenidos, como aquellos comprendidos por la ESI, lo hacemos (o no) con miedo.

Tal vez, pienso en retrospectiva nuevamente, mis profesores de primaria tenían miedo y así como habían aprendido, enseñaban. Tal vez muchas veces yo lo hago por miedo. Muchas veces he escuchado a colegas en la sala de profesores decir que de política no se habla en el aula, que eso o aquello no se puede decir, que hay que tener cuidado de no aceptar solicitudes en redes. Se plantea una distancia entre lo que queremos, debemos y podemos enseñar, así como en la relación con nuestros estudiantes.

En “Cartas a quien pretende enseñar” Freire nos convoca a ser ejemplo, nos dice que hay que ser consecuentes con lo que decimos y con lo que hacemos. En este contexto de tanta fragilidad me pregunto: ¿cómo enseñar a pensar algo críticamente sin ser críticos, sin ponernos en riesgo? Quizás la respuesta radique en lo que proponía este mismo autor en “Pedagogía de los sueños posibles”: “Una de nuestras mayores tareas como educadores y pedagogos progresistas parece estar relacionada con generar sueños políticos, anhelos políticos, deseos políticos en las personas”.

Podemos partir de enseñar que la injusticia, la desigualdad, el hambre no son cosas que ya estén dadas, que podemos soñar en construir un mundo mejor para todos, “Luchar contra esas formas fatalistas [construidas] y mecánicas de comprender la historia (...) ser en el mundo significa transformar y transformar el mundo y no adaptarse a él (...) intervenir en la realidad y mantener viva la esperanza (...) cuestionar las percepciones fatalistas de las circunstancias en que se encuentran, de modo tal que todos podamos cumplir nuestro papel como participantes activos de la historia”. Tal vez esa pedagogía del deseo no sea la única respuesta pero es una posible, dado que “es imposible existir sin sueños”, y sea esto mismo lo que haga revolucionaria en sí misma la tarea docente.